Toda la dureza, el sacrificio, las horas de entrenamiento, las dudas y el trabajo se compensan con creces cuando cruzas la meta de una maratón. Correr un maratón es algo muy especial. Y esta no lo fue menos. Tenía ganas de repetir la experiencia de mi último maratón en Valencia. Dicen que no hay dos maratones iguales y puedo asegurar que así es. Es difícil de explicar lo que se siente al cruzar esa meta. Meses de trabajo y de entrenamiento para poder llegar a ese día tan especial. Todos lo que alguna vez hemos corrido una maratón decimos que no es comparable a otra cosa, por algo será.
Iba
preparado. Mi tercer maratón. Qué ganas. El entrenamiento había salido bien.
Salvo en las primeras semanas cuando unas molestias -las de siempre- aparecieron
en la cintilla iliotibial, y me hicieron bajar el ritmo durante quince días. Por
lo demás las tiradas habían salido bien y salvo una inesperada gripe a dos
semanas del gran día, todo fue como debía ser.
Me levanté
dos horas y media antes para desayunar con tiempo y dar margen a hacer bien la
digestión. Estaba bastante tranquilo, como casi siempre. Llegué con bastante
tiempo para poder aparcar cerca de la salida en el mismo parquin donde dejo el
coche cada vez que corro por el centro de Zaragoza. Me cambié y fui andando a
la salida. El ambiente era espectacular en la Plaza del Pilar. Miles de
personas entre corredores, familiares, acompañantes y espectadores.
En estas
carreras no caliento mucho. El ritmo al que las corro no es muy elevado con lo
que caliento durante los primeros kilómetros. Con mi inseparable botella de
agua me coloqué en el cajón cinco minutos antes de la salida. Empezábamos a
sentir ese hormigueo en el estómago de estar a punto de empezar algo grande. El
poder estar en la línea de salida es un éxito y hay que ponerlo en valor. No
importa en cuanto tiempo lo vayas a completar el simple hecho de estar allí y
disfrutar de esta fiesta ya merece la pena.
Cinco,
cuatro, tres, dos, uno… ¡Salida!
Mi
intención era ir con la liebre de cuatro horas durante todo el maratón. Me
coloqué con el grupo y empezamos el maratón. El viento iba a ser protagonista
como no puede ser de otra manera en Zaragoza. El día anterior había soplado con
fuerza y aunque había remitido era lo suficientemente fuerte como para
molestar, y mucho.
Los
primeros kilómetros son para coger sensaciones, ver cómo te encuentras y soltar
los nervios. Primer paso por la Plaza de España y los pelos de punta. Iba bien,
me crucé con los que participaban en la 10K. un ambientazo. Dejamos el centro y
tomamos camino hacia la zona de la Expo. Notaba que iba un poco más rápido de
lo que quería y efectivamente, la liebre nos estaba llevando entre diez y
quince segundos más rápido de lo que me hubiese gustado. Continuamos con un
ritmo constante. Me encontraba bien.
Llegamos a
la Zona Expo sobre el kilómetro 10 y me tomé el primer gel. Iba bien, no sobrado,
pero bien. De repente, alrededor del kilómetro 14 empecé a notar los cuádriceps
algo cargados. No entendía por qué. Quizá no había recuperado bien de los últimos
entrenos y tenía las piernas demasiado cargadas. Allí me di cuenta de que esto
no iba a ser fácil. Seguía con el grupo, la liebre había cogido un buen ritmo y
constante.
En el
grupo de las cuatro horas íbamos unos veinte o veinticinco corredores. Uno de
ellos vestido de troglodita -sí, troglodita- con su hueso y todo, y otro iba
descalzo (barefoot running) Y con esto, en el 15 o 16 noté un pequeño
pinchazo en la rodilla que reconocí al instante. El dolor, debido a la cintilla
iliotibial (rodilla del corredor), apareció sin avisar. Ese dolor es muy común
en los corredores. Se produce por sobre uso y roce excesivo de la cintilla y el
lateral de fémur. Es un dolor recurrente en mí en épocas de entrenamientos
intensos y como no, un maratón no le viene nada bien. Lo tenía superado, pero
no se sabe cuando van a aparecer estas cosas. En ninguno de los otros dos
maratones me había aparecido.
Pues allí estaba
yo, con un pequeño pinchazo en la rodilla que iba y venía pero que sabía que no
iba a desaparecer. Todo lo contrario, iba a ir a más. Todavía me quedaban 25 o
26 kilómetros y no sabía si iba a poder acabar. Con lo que decidí bajar el
ritmo y dejar que se fuera el grupo.
Pasé la
media maratón en el tiempo que tenía pensado. Por debajo de las dos horas. Me
había quedado solo y sin protección del viento. Aún mas duro. La mente en estos
casos empieza a jugar un papel fundamental. Si sabes a lo que has venido y
estas preparado para que pase cualquier cosa y a sufrir, tienes mucho ganado. En
cuanto a energía me encontraba bien, pero las piernas empezaban a sufrir. Ese
dolor que iba y venía empezó a ser algo mas constante con lo que hacía que mi cuerpo
compensara esa pisada al correr. Esto hizo que se me empezaran a cargar sobre
todo los cuádriceps de la pierna izquierda (donde tenía el dolor).
Al cruzar
de nuevo el puente, pasada la media maratón, recordé que mi madre me estaría
esperando en el kilómetro 25 o 26. Con lo que me plantee llegar hasta allí. Efectivamente
allí estaba, no iba fino, pero me dio un chute de energía para poder continuar.
En mi
cabeza estaba el llegar al kilómetro 36. Una vez allí el resto era muy
favorable y sabía que si llegaba hasta allí lo conseguiría. Pasaban los
kilómetros a ritmo constante, no me sentía especialmente cansado, incluso hacía
alguna broma con el público o con algún otro corredor. El problema era la
rodilla y los consiguientes calambres. Podía ir más rápido, pero notaba que si
incrementaba el ritmo iba todo a peor con lo que mantuve el ritmo.
Iba
bebiendo y tomando geles como estaba planeado. El viento a ratos se hacia
pesado y corriendo en solitario era un suplicio. Pero bueno, a esto es a lo que he venido.
Por eso he trabajado tanto tiempo. Lo hago porque quiero, porque me gusta y
porque, a pesar de las circunstancias, me hace feliz.
Llegué al
kilómetro 31 bastante bien. Subí la Avenida San José y giré en Tenor Fleta.
Ahora iba a empezar la parte más dura de todo el recorrido. Iba ya justo de piernas,
pero ¡solo me quedan 10! – pensaba.
Al torcer hacia
Tenor Fleta, un hombre que esta viendo la carrera vio mi cara de sufrimiento y
me dijo unas palabras que no se me olvidarán nunca: ¡Recuerda porque lo haces!
-gritó. Esto me ayudó durante los siguientes kilómetros a no desfallecer. Lo
hago porque me hace feliz. Y no necesito nada más.
Uno de los
peores momentos lo pasé subiendo por Paseo Cuéllar en el kilómetro 33. El viento
empezó a dar de cara con fuerza y unido a que esta parte es en subida -ligera,
pero a esas alturas parecía una pared- se me empezaron a acalambrar los tibiales
(los músculos de la parte frontal de la espinilla). No había notado esa sensación
nunca y, al instante, reduje el ritmo bruscamente. No quería tener que parar y
menos allí con lo poco que me quedaba. Pude recuperarme en los siguientes metros
y continuar. Menos mal -pensé.
Esto me
hizo se mas conservador y continué a mi ritmo, sin parar a 5:50 minutos el kilómetro
aproximadamente. No podía ir mas rápido. Tenía energía para ello, pero entre la
rodilla y los calambres era imposible. Pasé el kilómetro 36 y ya dirección a
meta escuché un grito desgarrador. Un compañero había sufrido un calambre de
esos que hacen historia y estaba inmóvil sin poder moverse. Le pregunté que si
necesitaba algo y continué. A los pocos metros escuche por detrás otro grito.
Esta vez no me giré, pero intuyo que no acabó muy bien el pobre.
Sobre el
38 ya sabía que muy mal se tenía que dar para no acabar. Iba muy jodido, pero no
tuve ninguna intención de para en ningún momento. Ya veía en mi mente esa meta.
Lo siguiente que recuerdo es ir pasando a gente, bastantes. Me suele ocurrir
que en los últimos kilómetros voy pasando lo que llamo cadáveres. Gente
que ya no puede ni con su alma. Yo iba a mi ritmo y pidiéndole de vez en cuando
a los patinadores que me rociaran las piernas de ese espray milagroso para
intentar paliar ese dolor de rodilla. Poco a poco me acerqué al kilómetro 41 y
ya empecé a emocionarme. Ya lo tenía. En apenas unos minutos estaría allí, donde
había soñado. Pasé a algún corredor más, la gente aplaudía y animaba. Como se
agradece, de verdad.
La
dopamina estaba por las nubes, las piernas en el infierno y el alma en todas
partes.
Llegué a
la Plaza de España y al girar hacia la calle Don Jaime para encarar los últimos
200 metros noté que se me subía toda la parte del abductor. Ya lo decía, un
infierno. Imposible correr así, pero la adrenalina y el ímpetu no me dejaron
parar. Eso y que mi familia y algunos amigos me estaban esperando en esos últimos 100
metros me dio ese empujón que necesitaba. No sé ni como corrí esos últimos
metros, pero lo hice (mi cara en la foto lo dice todo). Y finalmente allí estaba
la Plaza de Pilar esperándome. Con lágrimas en los ojos crucé la meta. Un día
duro.
Qué duro es correr un maratón. Y qué bien te sientes cuando lo acabas.
Esta fue
mi carrera número 50, mi tercera maratón. Las otras dos fueron para cada uno de
mis hijos, y esta tercera para ti, Mapi. Me tendré que regalar una cuarta ¿no?